¿Qué pasaría si los niños pudieran ayudar a imaginar una ciudad sostenible que resista las olas de calor?

Estaba orgullosa de mi idea: llevar a mi hija de 10 años a la reunión del consejo vecinal esa noche, dedicada a la transformación de nuestra calle en el noreste de París. Descubriríamos el proyecto de semipeatonalizar la calzada y plantar árboles. Los urbanistas explicarían la elección de los materiales. Menos coches y más vegetación: se trataba de nuestras vidas, se trataba de la ecología: yo estaba llena de ambición cívica para mi descendencia. "¿Pero por qué quieres que vaya a tu reunión? ¡Solo habrá gente mayor, no entenderé nada y me aburriré!", me regañó, mientras yo insistía en que saliéramos de casa a la hora habitual de apagar las luces. La forcé un poco. Aguantó, a regañadientes, durante todo el discurso del alcalde, y luego se deslizó, con cara de perro apaleado, en medio del público para volver a leer cómics en su cama. Tenía razón: en su horario, solo había gente mayor.

Sin embargo, el proyecto la concernía ante todo, como a todos los vecinos del barrio: ampliar las aceras, dar prioridad absoluta a los peatones en toda la calle, reducir el límite de velocidad a 20 kilómetros por hora. Quizás, incluso a la hora de preguntar a los concejales, varias voces de su edad habrían contrarrestado, con su posible entusiasmo, las de los adultos, preocupados por no poder conducir más por dicha calle, y las de los mayores, asustados por el propio cambio. Para animar a los niños, habría sido necesario organizar esta pequeña reunión ciudadana un sábado por la tarde con un bol de caramelos blandos... Esta es también, en cierto modo, la idea —con la excepción de los caramelos blandos— de ciertos municipios, preocupados por la opinión de los niños en la transformación de su comunidad.

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