Sudáfrica impulsa una financiación más justa de la transición energética

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Mientras los representantes de Sudáfrica asisten a la COP30 en Brasil este mes, el país se encuentra en una posición marcadamente diferente a la de cuando obtuvo un primer paquete de financiamiento climático multilateral en 2021 por valor de 8.500 millones de dólares. Como la primera nación africana en presidir el G20, durante el último año ha tratado de utilizar esta plataforma para presionar a las economías más grandes del mundo a reformar el financiamiento climático y movilizar capital en términos más adecuados a las prioridades de desarrollo africanas.
Hay mucho en juego. África posee cerca del 60 % de los recursos solares de mayor calidad del mundo, pero solo recibe alrededor del 3 % de la inversión mundial en energías limpias. Cuando los programas de financiación de la Alianza para una Transición Energética Justa (JETP, por sus siglas en inglés), que en conjunto ascienden a unos 45 000 millones de dólares, comenzaron a trabajar con Indonesia, Vietnam y Sudáfrica, esta última aún se encontraba sumida en una profunda crisis energética. Años de apagones rotatorios frenaron el crecimiento y minaron la confianza en la empresa eléctrica estatal Eskom.
Esta crisis obligó a un cambio de política. El gobierno abrió la generación de electricidad a productores privados, lo que impulsó un aumento significativo de la inversión en energía eólica y solar. Hace una década, las energías renovables representaban menos del 1 % del total de las fuentes de energía en Sudáfrica; hoy constituyen una pequeña pero creciente proporción de la red eléctrica. Un nuevo plan nacional tiene como objetivo duplicar con creces la capacidad de generación en los próximos 15 años, reducir a la mitad el consumo de carbón y construir aproximadamente 14 000 km de nueva infraestructura de transmisión, respaldado por una inversión acumulada estimada de 2,2 billones de rands (126 800 millones de dólares).
“Estamos abriendo la generación de energía a la competencia con el objetivo de encontrar la energía más barata”, afirma Crispian Olver, director ejecutivo de la comisión presidencial sobre el clima de Sudáfrica. “Dado que la energía solar y eólica ya son las fuentes más económicas, la transición es racional desde el punto de vista económico y positiva para las emisiones”.

Sin embargo, el país enfrenta limitaciones similares a las de otras partes del mundo. Sudáfrica depende del carbón para aproximadamente el 80 % de su electricidad y tiene emisiones per cápita de 6,7 toneladas anuales. Al mismo tiempo, el desempleo se mantiene elevado, cercano al 32 %. Por lo tanto, los responsables políticos deben gestionar la transición de manera que se proteja a los trabajadores y las comunidades vinculadas a la economía del carbón.
La financiación supone un reto particular. El gobierno argumenta que los 11.500 millones de dólares prometidos para su transición a las energías renovables a través del JETP no alcanzan los requisitos y dependen excesivamente de préstamos, lo que agrava una deuda ya considerable.
Desde que asumió la presidencia del G20, el presidente Cyril Ramaphosa ha pedido repetidamente una reforma de las finanzas multilaterales liderada por África, haciendo hincapié en que el apoyo debe “empoderar a los países africanos y no sustituir una dependencia por otra”.
La iniciativa Global Gateway de la Comisión Europea ha prometido 150.000 millones de euros para África de aquí a 2027, y recientemente se anunció un paquete de 545 millones de euros para el desarrollo de energías renovables. Sin embargo, Ramaphosa ha insistido en que las estructuras de financiación deben permitir a los Estados africanos seguir vías que reflejen las condiciones locales y las necesidades de desarrollo, en lugar de prioridades determinadas externamente.

Para alcanzar sus objetivos de transición energética, África en su conjunto necesitará más que duplicar la inversión anual en energías limpias, hasta alcanzar los 200.000 millones de dólares. Con las reformas adecuadas, hasta tres cuartas partes de esta inversión podrían provenir del capital privado, afirma Mark Napier, director ejecutivo de la agencia de desarrollo FSD Africa. Sin embargo, la escasa profundidad de los mercados de capitales y las limitadas herramientas de mitigación de riesgos siguen restringiendo los flujos de inversión.
“Si bien el continente ha demostrado ser un terreno fértil para las energías renovables, los financiadores aún exigen garantías crediticias —alguna forma de mitigación de riesgos— para alcanzar la escala necesaria”, afirma Napier. Una iniciativa que se espera que atraiga la atención en la COP30 es un programa piloto del Club Internacional de Finanzas para el Desarrollo que utiliza instrumentos de riesgo para que los bancos nacionales de desarrollo puedan otorgar más préstamos en monedas locales. Olver describe estas herramientas como potencialmente revolucionarias.
Más allá de las políticas y las finanzas, el éxito de la transición dependerá también de cómo afecte a las comunidades. En Mpumalanga, el corazón de la zona carbonífera de Sudáfrica, el cierre de la central eléctrica de Komati en 2022 se concibió como un hito hacia un futuro más sostenible. Ningún empleado fijo perdió su trabajo. Sin embargo, la comunidad circundante, muy dependiente del empleo vinculado al carbón, sufrió consecuencias económicas inmediatas. Muchos exempleados ahora trabajan en la minería informal en yacimientos cercanos, mientras que las exportaciones de carbón del país aumentan.
“El cierre fue devastador para la economía local”, afirma Janet Cherry, profesora de estudios del desarrollo en la Universidad Nelson Mandela. “Hasta que surjan medios de subsistencia alternativos viables, las comunidades seguirán dependiendo del carbón porque no les queda otra opción”.

El gobierno afirma haber aprendido de la experiencia de Komati. Cuando posteriormente lanzó una convocatoria de propuestas para desarrollar nuevas actividades económicas en las regiones afectadas por la minería del carbón, recibió una respuesta muy positiva de empresas locales, municipios y organizaciones comunitarias. Ya se han asignado proyectos por valor de más de 70 millones de rands —desde iniciativas agrícolas hasta empresas de economía circular y programas de rehabilitación de minas— a las necesidades locales.
“Existe una fuerte demanda popular para participar en la economía verde”, afirma Joanne Yawitch, directora de la unidad de transición energética justa de Sudáfrica. “El reto consiste en garantizar que las nuevas industrias sean viables, escalables y estén arraigadas en las comunidades más afectadas”.
En la COP30, la credibilidad de Sudáfrica dependerá de si logra demostrar que la descarbonización y el desarrollo pueden avanzar simultáneamente, reduciendo las emisiones y generando nuevos medios de subsistencia. Si lo consigue, podría servir de modelo para otras economías africanas que se enfrentan a tensiones similares. Si fracasa, la brecha entre la ambición climática y la realidad social podría ampliarse.
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